Nos encontramos ante un libro que ha venido a romper, con la autoridad de un análisis serio y documentado, una de esas máximas de las redacciones informativas que se repetían como un mantra: del suicidio mejor no hablar porque es una información con efecto mimético. Había muchas voces que iban cuestionando esta máxima, pero como sucede tantas veces, siempre señaladas como «voces discordantes» con el parecer mayoritario, pero sin más.
El autor recopila en la introducción una serie de informaciones y datos, al tiempo que levanta acta de la diversidad de enfoques que en relación con el suicidio deberían hacernos pensar, más allá de la incomodidad o disgusto expresado por familiares o personas cercanas a un suicida objeto de una nota informativa. Diversidad de enfoques como que la OMS recomienda una colaboración estrecha entre autoridades y medios de comunicación para prevenir conductas suicidas, o que haya países como Estados Unidos, Nueva Zelanda o Finlandia donde tienen asumido que el suicidio es un fracaso social. Pero acostumbrados como estamos a que los datos constituyan un argumento de peso, los relativos al suicidio son demoledores.
«En España, 3.569 personas se quitaron la vida en 2016, casi el doble de muertos que en accidente de tráfico (1.890), doce veces más que por homicidio (292) y 81 veces más que por violencia de género (44). Si en lugar de “suicidio”, el término de enunciado anterior hubiera sido terrorismo, hambre, drogas o cualquiera de las otras causas de la comparativa, todos los medios de comunicación del país habrían abierto sus ediciones con esa noticia, la oposición estaría pidiendo explicaciones al gobierno, las redes sociales enardecerían y la calles se poblarían de manifestantes» (p. 17).
Extraño, sin duda. En un mundo hiperconectado por las redes sociales, en el que Google arroja millones de resultados de sitios web con contenidos peligrosos para personas en riesgo de suicidio, el silencio no parece el comportamiento más responsable. El libro ayuda a distinguir en primer lugar el qué del cómo, lo que resulta clave para iniciar una reflexión pausada: una cosa es la naturaleza de la información sobre el suicidio, y otra el cómo de dicha información.
En los cuatro primeros capítulos tenemos una especie de fenomenología del qué de esa información: qué sucedía cuando el silencio era el modo habitual de proceder al respecto (capítulo 1: el silencio y los errores); una consideración de por qué las reglas aplicadas al respecto ya han quedado obsoletas (capítulo 2); la irrupción de las redes sociales en el espacio comunicativo social (capítulo 3) y el análisis más detallado del qué en la información acerca del suicidio.
Viene luego la consideración del destinatario de la información (capítulo 5), el modo de la misma (capítulo 6) y la finalidad (capítulo 7). Como señala el epílogo:
«Este libro no pretende ser una guía de cómo hablar bien sobre el suicidio ni tiene todas las respuestas a cómo hacerlo: los criterios concretos han de construirse día a día en cada redacción. Estas páginas solo buscan abrir una ventana y dejar constancia de cómo hacerlo. Y que es hora de hacerlo. Es posible y necesario que los medios de comunicación hablen ya del suicidio, esquivando el efecto contagio, y que se sumen así como un agente más en la tarea de empujar en este enorme reto que es la prevención» (p. 163).
No cabe duda de que si los medios tienen, en su razón de ser, el bien común de una sociedad, atender a una realidad dramática de primer nivel como la del suicidio requiere de una reflexión serena y una resolución práctica en consonancia con el ejercicio de la responsabilidad del comunicador. Si, como señala el autor, en España diez personas se quitan la vida diariamente, no podemos seguir mirando a otro lado como si de una estadística más se tratara. Y en esta tarea de tomar conciencia y señalar el camino, estas páginas dan un primer paso muy atinado. Señalaré brevemente cuáles son, a mi juicio, sus principales aciertos al respecto.
El primero, como dice el texto del epílogo que acabo de citar, que no busca dar recetas fáciles, sino provocar la reflexión. No podemos confiar el ejercicio ético del periodismo al cumplimiento de normas o pautas deontológicas cerradas, sino más bien, al ejercicio de un discernimiento prudencial que sepa poner en juego no solo un excelente conocimiento de la realidad de la que se ocupa (en este caso no solo el suicidio concreto, sino también la complejidad de factores que confluyen en un acto así), sino también del modo en que la información contribuye a la construcción de una sociedad más justa.
El análisis del capítulo primero sobre los errores más comunes en la manera de tratar los suicidios dependiendo de las distintas tipologías de su carácter noticioso arroja mucha luz para ir formando el criterio del profesional. Tras mostrar diversos errores y sus consecuencias, concluye brevemente con cuatro pautas que marcan el tono del quehacer ético en el tratamiento informativo del suicidio:
«Respeto, prudencia y rigor. Las tres características que por lo general marcaron aquella cobertura, así como el ejercicio de responsabilidad de acudir a especialistas, deberían ser el camino a seguir para futuros casos concretos de suicidios ligados a una problemática social» (p. 41).
Hay una línea roja muy delgada entre que los medios aborden un tema y ayuden a su solución por un lado, y que lo creen, por otro. El silencio puede haber evitado suicidios, no lo sabemos,
«pero lo que sí está acreditado es que no informar sobre ello no ha generado un descenso de las cifras de muertos por suicidio: en España, entre 1993 y 2016, el número de víctimas se ha mantenido siempre por encima de los 3.000 fallecidos y por debajo de los 4.000, con una tendencia muy estable»(p. 43).
El libro ofrece numerosos datos que permiten al lector elaborar una opinión razonada sobre cuál puede ser la mejor manera de afrontar la información en un tema tan delicado. De lo que no cabe ninguna duda es de que nos encontramos ante un drama de una alta incidencia social.
«El único camino para que las personas que sufren sientan que puedan hablar sin verse señaladas por el estigma y la vergüenza social, para que los supervivientes no vean incrementado su dolor, y para que la sociedad conozca, y por tanto reclame a las administraciones unas medidas más decididas en materia de prevención. Se debe generar un cambio en la actitud de la sociedad hacia el suicidio —más activa, menos neutra, más empática con el que sufre—, porque solo así, quizá, se pueda llegar a ejercer cierta influencia positiva sobre las personas vulnerables” (p. 64).
El capítulo cuarto describe con bastante claridad todos aquellos elementos que están presentes en el suicidio y que no son el desenlace fatal del mismo. Atender a la realidad no es convertir en hecho noticioso la muerte o el método utilizado. Hay otra serie de puntos negros, señales de alarma, consecuencias de las tentativas, el duelo de las personas afectadas (entre 6 y 10 por cada caso, a los que se denomina “supervivientes”), los contenidos de las redes sociales… El periodista, explica en el capítulo quinto, ha de dirigir su información en un doble sentido: hacia la población en general, pero también hacia la población en riesgo, por lo que hay que alternar enfoques en los que se incida en los efectos negativos, con otros más blandos. La prevención de los suicidios es una estrategia a largo plazo y sostenida en el tiempo.
En el cómo hablar del suicidio (capítulo 6) ofrece el autor una adaptación de las estrategias informativas elaboradas para el tratamiento de la violencia de género por un lado, y de las muertes por accidente de tráfico por otro. Está claro que hay analogías, más que paralelismos, pero resulta interesante explorar nuevos modos de atender un problema social del que hay que ayudar a tomar conciencia, razones por las que además de esa analogía, explora el autor la ayuda de las redes sociales y el márketing social.
Un libro interesante, sin duda, que ofrece datos y referencias que hasta ahora han sido poco utilizados en España y que aboga por un cambio responsable en la manera de informar del suicidio. No solo porque el silencio sea irresponsable cuando hablamos de la primera causa de muerte violenta, sino porque cuando ese silencio se rompe, hasta el momento, se corre el riesgo cierto de hacerlo de manera irresponsable o carente de pautas razonables.