Sorprende la plena vigencia del libro La meditación española sobre la libertad religiosa, publicación de José Jiménez Lozano (Langa, Ávila,+ 1930 – Alcazarén, Valladolid, 2020), que vio la luz en 1966 con el sello de la Editorial Destino y que acaba de poner a disposición de los lectores la Editorial Encuentro, con prólogo de Javier María Prades López y con la colaboración de la Institución Gran Duque de Alba, de la Diputación de Ávila. El prólogo escrito en 2020, con motivo del 90 cumpleaños del autor y apostillado tras su fallecimiento, aporta una interesante lectura en clave de actualidad. Asegura Prades, bajo el título de “El aroma de la libertad” y refiriéndose obviamente al autor del libro, que “la perspectiva de los años lleva a admirar la finura con la que deslinda su propósito de otros objetivos quizás cercanos, pero no idénticos”. Y explica que Jiménez Lozano “quería abrir un cauce de diálogo que no resultase polémico, que no ofendiera a quien tuviese otros puntos de vista, a sabiendas de que entraba en terrenos delicados, porque la historia del catolicismo y del anticatolicismo español había estado llena de descalificaciones, de agresividad, de exclusión mutua, de condenas” (p. 11). Es decir, el objetivo no fue otro que indagar en el sentimiento español católico y anticatólico y contribuir a la aproximación entre ambas concepciones y actitudes desde posturas conciliadoras -tan necesarias hoy-, ofrecer “una meditación amplia y libre en torno al sentimiento religioso español en general y más concretamente en torno a la libertad religiosa” (pp. 20-21). Una meditación, en definitiva, que mantiene su plena actualidad como consecuencia de la visión profunda, abierta e intemporal de nuestro Premio Nacional de las Letras Españolas 1992, Premio de la Crítica 1998 y Premio Cervantes 2002.
Contextualizando brevemente cabría recordar que Meditación española sobre la libertad religiosa vio la luz al término del Concilio Vaticano II (1962-1965), cuando el régimen franquista empezaba a agrietarse ideológicamente y cuando algunos grupos cristianos se movilizaban claramente a favor del diálogo político y religioso, en una dinámica que habían abonado diferentes pensadores y colectivos como los que participaban en las Conversaciones de Intelectuales Católicos de Gredos desde comienzos de los años 50, entre ellos Elías Querejazu, Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, José Luis López Aranguren, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Joaquín Ruiz Giménez, José María Castellet… Todos ellos intentaban, como escribió Olegario González de Cardedal y recordaba Ricardo Ruiz de la Serena (Alfa y Omega, 18-7-2019), “establecer una conexión intelectual entre España y Europa”.
El propio Jiménez Lozano considera que el libro es “un ensayo histórico” o, desde la modestia, “una simple meditación” “dirigida al hombre de la calle” o “al cristiano más necesitado de ciertas aclaraciones y revisiones históricas para poner en orden sus propias ideas y sentimientos”. Opino que se trata del mismo modo y sobre todo de una excelente sociología de la religión. Al margen de que hubiera leído o no Les formes élémentaires de la vie religieuse (1912) de Emilio Durkhem (1858-1917) y La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) de Max Weber (1864-1920), en la que este autor analiza la afinidad calvinista con el espíritu empresarial, puede asegurarse que los tres coinciden plenamente en explicar los comportamientos religiosos desde una psicología social y una sociología del hecho religioso, o comunitario, en el caso de Durkheim.
En su búsqueda de los perfiles del católico español, el escritor abulense, galardonado también con la Medalla de Oro al Mérito de las Artes (1999) y con la Cruz Pro Ecclesia et Pontifice (2017) por el papa Francisco, afronta la brecha o distancia entre el reformismo pacifista, que pedía a la Iglesia y a sus sacerdotes pobreza y aperturismo, y el tradicionalismo contrarreformista, del “homo religiosus hispanicus”, dado a la hagiografía, el orden y la fidelidad a la doctrina desde una psicología de la certidum- bre y una identificación de la heterodoxia con el error y la maldad. En el libro hace un recorrido histórico por estos dos posicionamientos, resaltando el papel creyente y crítico de figuras como las de fray Hernando de Talavera, fray Domingo de Valtanás, los “inconformistas ortodoxos” del siglo XVI y otros pensadores de todas las épocas.
No elude, por lo tanto, la crítica a lo largo de todo el libro a determinadas posturas intransigentes, como hace a propósito del Castillo de Sant’Angelo, invitando a una “meditación amarga sobre las violencias humanas que ensangrientan la historia, también la historia cristiana que debió ser siempre el reino de la libertad” (p. 21).
Pero, en la línea aperturista, es un convencido defensor del cónclave convoca- do por Juan XXIII al final de su papado y de sus propuestas de búsqueda de la ver- dad, la libertad de investigación, el catolicismo conciliar…; no tanto del concepto de tolerancia, que implica una actitud negativa de concesión y gracia frente a la radical libertad humana. Tampoco como apoyo a un aconfesionalismo que, en el caso español, según sostuvo, era un anticatolicismo. Podría decirse que considera el Vaticano II como una verdadera línea divisoria entre un cristianismo no dialogante y otro más abierto y comprensivo, hasta el punto de mantener que quienes critican ciertas posturas antiguas de la Iglesia desconocen los avances del concilio.
Desde una concepción del cristianismo como religión liberadora y también desde una visión del paganismo como fetichismo opresor, argumenta asimismo que “la libertad humana, de la que la libertad religiosa es solamente la expresión más profunda, es el principio básico del cristianismo y su gran fermento en el universo pagano de opresiones y tabúes, que asfixiaban el espíritu humano hasta la venida de Cristo” (p. 21).
Ha dejado muchos mensajes en el libro que tienen plena validez cincuenta y cinco años después de su publicación. Para nuestra sociedad hedonista y movida principalmente por el bienestar, en la que se pretende recurrir a la eutanasia para no afrontar el dolor, Jiménez Lozano se atrevió a afirmar el valor del sufrimiento desde la alegría y la resignación: “la amargura no es cristiana, pero la cruz sí y la cruz ningún cristiano puede rechazarla de su vida” (p. 111).
En torno al debate historicista sobre la autenticidad de determinadas reliquias no documentadas, Jiménez Lozano asegura que algunos críticos “no parecen haber querido».