Resumen
A partir de un análisis panorámico de la situación actual en el mundo occidental, en donde la reflexión sobre la cuestión de Dios suele ser despreciada o incluso rechazada virulentamente por el surgimiento de un nuevo ateísmo militante, el presente trabajo intenta delinear el marco de comunicación más adecuado para hacer posible hoy el diálogo entre razón y fe. Ello requiere, en primer lugar, un acuerdo acerca de lo que entendemos por Dios. Pero también exige una adecuada comprensión de los conceptos de razón y fe, e incluso una equilibrada idea de diálogo que hagan de este algo factible.
1. Análisis panorámico de la cuestión: el surgimiento de un nuevo ateísmo militante
Parece claro que la religión no solo desempeña hoy, particularmente en Occidente, un papel poco relevante en la vida social, sino que la misma idea de Dios resulta ajena y a menudo aun lesiva para la mentalidad actual, algo así como un extraño y caprichoso postulado que, además de que no puede ser considerado en absoluto científico, resulta incluso pernicioso para la vida y el progreso humanos; en definitiva, algo de lo que podemos y debemos prescindir, y contra cuya tentación o amenaza hemos de luchar.
Al respecto de la cuestión de Dios, hemos asistido en los últimos años a una cierta transformación en la actitud que muchos de nuestros contemporáneos adoptan: de una pretendida indiferencia que, abogando por respuestas agnósticas, promovía la consecución de una perfecta instalación en nuestra finitud ontológica que haría incluso innecesaria la pregunta por Dios, hemos pasado al resurgimiento de posiciones ateas, además de corte radical y combativo, anti-teísta. ¿A qué se ha debido este cambio?
1.1. El ateísmo actual y sus “razones”
Es obvio que la posibilidad misma del ateísmo descansa primordialmente en el hecho de que la existencia de Dios no nos resulta evidente. Además, puesto que el alcance y exigencias de la fe (en especial, de la fe religiosa) supera con mucho el de otras propuestas o relatos, menos totalizantes y comprometedores, es comprensible una cierta prevención ante ese tipo de creencia.
Tratar (pensar y hablar) sobre Dios, por otra parte, resulta siempre problemático en mayor o menor medida y por varias razones. En primer lugar, el término “Dios” suele usarse, tanto por los creyentes como por los ateos, de un modo tan recurrente, en circunstancias tan diversas y con tan distintos sentidos, que muchos no dejan de manifestar un cierto cansancio hasta el punto de que ya ni siquiera quieren oír hablar de él.
Debo confesarlo, dice Fabrice Hadjadj, antes de mi conversión detestaba esa palabra. Tenía la impresión de que, cuando alguien decía <Dios>, ponía punto y final a toda conversación. Había introducido fraudulentamente un comodín en la partida. Era un abracadabra, una fórmula mágica (…) una solución final en el seno de la discusión, ahogada de golpe bajo el peso de esa palabrota (…) Cuando era ateo me veía obligado a reconocer un misterio en la existencia. No obstante, pensaba que la palabra <Dios> no tenía nada que ver con ese misterio, que incluso era una forma de esquivarlo (2013, p. 34).
También de este modo, como una fácil e ilusoria salida que nos hace huir de la realidad en lugar de afrontarla, suele ser interpretada toda referencia a Dios entre las personas que quisieran forzar Su naturaleza para hacerla más asequible y controlable, al menos como objeto de su investigación. Así sucede a menudo con aquellos científicos que querrían exigir la imposición de la metodología propia de su disciplina en todos los niveles posibles de realidad antes de admitir que algo con sentido pudiera ser afirmado en ese otro orden. Así sucede, por ejemplo, con el biólogo Richard Dawkins, quizás el ateo hoy más conocido en el mundo entero y el representante de la actitud más extremista que en esta cuestión puede adoptarse (hasta el punto de que pocos de sus colegas, incluso entre los que se manifiestan ateos, le siguen aquí). Criticando lo que él llama la “separación de magisterios”, Dawkins dirá:
La presencia o ausencia de una superinteligencia creativa [así es como concibe a Dios] es inequívocamente una pregunta científica (…) Los métodos que nosotros deberíamos usar para resolver estos asuntos, en el improbable caso de que se haga disponible alguna evidencia relevante, serían pura y totalmente métodos científicos (2010, p. 69).
La confusa idea que muchas personas se acaban forjando de “Dios” como consecuencia del comportamiento de los que dicen seguirle, de la pedagogía religiosa a la que se han visto sometidas o de su propia experiencia personal considerada a la luz de esa determinada imagen, podría ser un tercer factor que influyera en su posterior rechazo. Lo cierto es que toda representación de Dios tiene que ser, tanto por su propia naturaleza como por nuestra condición finita, necesariamente deficiente, limitada, y verse fácilmente expuesta a todo tipo de corrupciones que habría que purificar antes de cualquier reflexión o diálogo. Es un hecho que «el acceso a Dios se vuelve complejo cuando toda relación con él es mediada por algo o alguien que no es Él mismo» (Pastorino, 2016), de manera que no es infrecuente que después de haberse hecho una falsa imagen de Dios que no puede por menos que incluir también ciertos esquemas afectivos, muchos procedan a rechazar virulentamente su existencia pues lo consideran incompatible con sus “razonables y justas” expectativas.
Tampoco es inusual que, dada la singular forma en la que cuestión de Dios se nos plantea (no como una pregunta meramente especulativa sino existencial), los cauces a través de los que nuestra idea acerca de él suele generarse (entre otras cosas, en estrechísima interacción con nuestra forma de ser y con nuestra personalidad) y hasta el modo en que se sustancia nuestra respuesta (en virtud de un acto de elección sustentado en motivos de índole más práctica que teorética), la actitud que se adopte dependa finalmente mucho más de íntimos y secretos motivos que difícilmente pueden ser objeto de análisis, que de razones claras, serenas y suficientemente fundadas desde un punto de vista especulativo.
Prolongando esta línea, otra posible explicación, complementaria con las anteriores pero de ningún modo menor, tiene que ver con el problema del fundamento de la moral, un problema que no solo se refiere al modo en que se supone que hemos de obrar (cuestión ética) sino que conecta también con las preguntas por nuestra identidad como seres humanos (cuestión antropológica) y por nuestro destino último (cuestión escatológica), y cuya resolución se ha visto también sujeta a una evolución histórico-cultural que ha acabado influyendo en la mentalidad hoy dominante en Occidente .
En efecto, si durante mucho tiempo fundamentar la moral fue tarea propia de una metafísica que hundía sus raíces en la Revelación judeo-cristiana y en la concepción de un Dios Creador que nos habría otorgado una naturaleza y un modo de ser propios, querría lo mejor para nosotros (de manera que la exigencia moral, así establecida, no podría verse como algo extrínseco, puramente sobrenatural, opresivo y hasta dañino, sino intrínseco, benéfico y fundado en el ser), a lo largo de la edad moderna se fue difundiendo, hasta prevalecer hoy, la idea de que el hombre constituye el todo del hombre, y de que toda forma de heteronomía en el orden moral era necesariamente contraria a la libertad y al deseo de autonomía e independencia humanos que nos conforman, rasgos que serían a su vez los únicos cauces por los que el hombre podría alcanzar la sola liberación que le es posible esperar y obtener por sí y para sí mismo. Así las cosas,
creemos –dijo Tresmontant hace unos años- que el ateísmo actual encuentra en esta concepción de la ética uno de los motivos más vivos de su dinamismo. Si, en efecto, la exigencia ética no está fundada en la realidad objetiva, en el ser mismo; si viene impuesta desde fuera por Dios (…) como un sistema de prohibiciones; y si no es comprendida en su razón de ser ontológica y ontogenética, como una exigencia de desarrollo, entonces, en efecto, la rebelión contra una ley cuyo sentido no se comprende se convierte ya en rebelión contra un Dios que parece ser su autor tiránico (Tresmontant, 1969, pp. 371-372).
El problema del mal es otro de los factores que han predispuesto a muchos hombres al rechazo visceral de un Dios cuya existencia o, peor aún, cuya inocencia consideran incompatible con el sufrimiento frecuentemente “excesivo” y, al menos en apariencia, carente de sentido, de un ingente número de seres, estos sí víctimas inocentes. Dicha objeción, esgrimida para renegar de la existencia de un Dios omnipotente, omnisciente y bueno, parece haber alcanzado en los últimos tiempos un especial grado de virulencia, habida cuenta del cada vez más profundo y cercano conocimiento de los males que acechan al ser humano en cualquier lugar del mundo.
Se dirá, por último, que la animadversión, junto con la agresividad que hoy muchos muestran cuando las cuestiones teológica y religiosa parecen asomar en la escena, tiene que ver con razones de índole doctrinal y sobre todo con situaciones de hecho que nos indicarían no solo lo inútil de dichos planteamientos sino su carácter pernicioso: el terrorismo que dice apoyarse en motivaciones religiosas, el comportamiento tanto inmoral como delictivo de algunos de los que se deberían mostrar especialmente ejemplares en el cumplimiento de sus deberes teniendo en cuenta la autoridad de la que se ven investidos y el hecho de ser representantes de sus respectivas confesiones, la posición crítica que las religiones suelen mostrar en relación con determinadas acciones frente a las que la mentalidad actual parece ser especialmente sensible hasta el punto de que frecuentemente se plantean en forma de derechos (el aborto o la conducta homosexual, por ejemplo) etc.,