1. Introducción: Los nuevos miedos de la sociedad contemporánea
El cine, como arte narrativo, ha mostrado desde sus inicios la voluntad de implementar estructuras y reglas para el desarrollo de numerosos géneros, que sirvieron para organizar su estética y alentar la comercialización. Entre ellos, el terror ha sido uno de los más productivos, explotado desde tiempos tempranos, partiendo del corto La mansión del diablo (George Méliès, 1896), consensuado como el primer film de terror de la historia. En él, las entidades sobrenaturales aparecen y desaparecen como por arte de magia, involucradas en una lucha entre el hombre y Mefistófeles.
Muy pronto, los estudios de Hollywood, con su excelsa capacidad de infraestructura para instalar decorados, desarrollar novedosos sistemas de maquillaje y contratar estrellas especializadas, emprenderían un camino que habilitó el crecimiento exponencial del género, donde destaca la empresa Universal Studios, que dio a luz a los clásicos del terror temprano. De allí emanarían las conocidas historias de Frankenstein y el conde Drácula, que ocupan el podio en la personificación de figuras monstruosas en el cine, aun cuando ambas provinieran de la literatura.1 El año 1931 fue vital en este sentido, pues instaló un legado con Drácula (Tod Browning) y Frankenstein (James Whale), que generaron gran cantidad de descendientes en diferentes latitudes y épocas.
Pero no solamente los monstruos de estas dos narraciones, hoy incluso transmediales, poblaron el universo del terror en el cine. También hallamos desde temprano hombres lobo ―El lobo humano (Stuart Walker, 1935)―, hombres invisibles ―El hombre invisible (James Whale, 1933)―, momias ―La momia (Karl Freund, 1932)―, bestias ―Dr. Jekyll y Mr. Hyde (John S. Robertson, 1920)―, espectros ―El fantasma de la ópera (Rupert Julian, 1925)―, zombis ―La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932)― y otras criaturas tan misteriosas como horrorosas; a saber, insectos gigantes2 ―¡Tarántula! (Jack Arnold, 1955)―, monstruos marinos ―El monstruo de la laguna negra (Jack Arnold,1954)― y seres de otro planeta (aunque estos últimos suelen hacer su aparición mayormente en films de un género vecino, la ciencia ficción).
En el recorrido por el cine de terror, podemos referirnos también a cintas por fuera del vecindario hollywoodiense, como las escandinavas, con el clásico sueco La carreta fantasma (Victor Sjöström, 1920), que interpela al inconsciente colectivo con la amenaza de la muerte desde una figura fantasmal que conduce la carroza del título. El cine alemán ha dejado también sus huellas a través de la estética expresionista, reforzando el tono de pesadumbre que el terror ofrece a sus contenidos narrativos. En ese sentido, destacan el sonámbulo dominado de El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1919), el vampiro de Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1921) y el asesino de niños de M, el vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931), signados también por una raigambre social que ha entablado analogías sobre el ambiente de la República de Weimar y la primera posguerra.
América Latina no estuvo exenta de este universo monstruoso y trajo un caudal de títulos desde los inicios de su industrialización,3 aunque obtuvo una mayor repercusión a partir de las décadas de los cincuenta y los sesenta, que coinciden con una reaparición del género en el cine estadounidense e inglés, por citar los principales ejemplos.4 Al mismo tiempo, el terror fue entremezclándose con otras instancias genéricas, como la comedia o el suspenso,5 y en el caso de México hasta con films de luchadores, que aprovecharon la pregnancia de esos deportistas artistas,6 buscando alcanzar nuevas fórmulas que levantasen las alicaídas taquillas a causa de los cambios incorporados por nuevos medios en competición con el cine, como la televisión.
A través de este artículo, analizaremos una serie de films mexicanos provenientes del género del terror lanzados entre los años cincuenta y sesenta, los cuales explotaron la popularidad a la que estaban accediendo por aquel tiempo esta clase de producciones, pues el cine industrial de dicho país experimentaba el cese de su masificación en América Latina. Partiremos de El hombre que logró ser invisible (Alfredo B. Crevenna, 1958), La horripilante bestia humana (René Cardona, 1969) y La señora Muerte (Jaime Salvador, 1969), las dos primeras producidas por Cinematográfica Calderón y la última por Fílmica Vergara. Delinearemos, con ellos, el interés por manifestar los difusos límites entre lo monstruoso y lo humano por medio de la representación del prototipo del científico loco y sus macabros planes de dominación.