Si por algo no destaca la historiografía española es por la existencia de una tradición de estudios centrada en la historia de las ideas contemporáneas. El gran desarrollo historiográfico en campos como la política, la economía o la sociedad, que tanto ha hecho para enriquecer nuestra visión de los siglos XIX y XX, hace aún más patente la falta de monografías y visiones de conjunto que aborden el mundo de los discursos como una parte insoslayable de cualquier visión histórica compleja. El libro del profesor Santos Juliá responde a dicha carencia y puede subtitularse una historia de los intelectuales en la España contemporánea. Dicha historia los presenta como portadores de un relato mediante el cual trataron de conformar la opinión pública de su país. Juliá sigue la pista a las diferentes metamorfosis de ese relato y del tipo de intelectual al que cada una de ellas se vincula.
El primer acierto del libro estriba en señalar que, partiendo de una matriz retórica común (el “gran relato” de España), de carácter mítico y suprahistórico, cabe establecer una evolución del discurso público de los intelectuales explicable siempre en virtud de unas coordenadas históricas determinadas. El intelectual aparece como un movilizador del pueblo, un crítico de la revolución liberal, un literato enfrentado a las masas y a los políticos, un activista de los hechos diferenciales, un formador de minorías directoras, un defensor de la alianza republicana entre intelectuales y obreros, un militante, primero, comunista y, después, antifascista, un falangista o católico al servicio del franquismo y, finalmente, un demócrata que postula la reconciliación entre los vencedores y los vencidos.
Todas estas posibilidades de ser intelectual en la España contemporánea remiten, como decíamos, a momentos históricos puntuales, desde la guerra de la independencia hasta el franquismo. Sólo en relación con cada uno de esos momentos, con el presente en el que el intelectual acuña su discurso y actúa en el espacio público, las mencionadas posibilidades se vuelven inteligibles. En este punto, Juliá se muestra extremadamente puntilloso pues, de no considerar la coyuntura en que el discurso (ensayo, artículo, conferencia, manifiesto, etc) se dice o se escribe, éste se diluiría en una estructura de sentido ajena a su significado real.
Si el enfoque está claro, la tesis de fondo que sostiene Juliá también. Lo que caracteriza el discurso público de los intelectuales españoles a lo largo de prácticamente ciento cincuenta años es una visión mítica de la historia española que tiende a escindir la misma en valores, instituciones, acontecimientos, políticas, grupos y personalidades opuestos. De ahí que el “gran relato” de España adquiera, en sus diferentes manifestaciones, un carácter dual que opta por el antagonismo frente al consenso y difunda una visión conflictiva, entre trágica y heroica, de la historia nacional. Ese carácter se plasma en relatos que, de manera más o menos explícita, nos hablan de las dos Españas: la España del despotismo de los Austrias y la del renacimiento popular de las libertades en la coyuntura de 1812, la España de la impiedad ilustrada y revolucionaria y la de la restauración católica y monárquica, la España adocenada de fin de siglo y la intrahistórica de un porvenir soñado, la España de la vieja política canovista y la de la nueva política encarnada por minorías europeizadas, la España heroica y sufriente de la República y la rebelde y traidora del fascismo y, finalmente, la España eterna del franquismo y la anti-España del liberalismo y del experimento republicano.
Fuesen liberales, católicos, noventayochistas, orteguianos, comunistas, antifascistas o franquistas, si algo define a los intelectuales españoles desde la quiebra del Antiguo Régimen es “la proyección hacia el pasado de un momento de grandeza y la promesa del futuro como regeneración o resurrección de lo que ya fue realidad en otro tiempo” (p.45). Esta sería la matriz retórica común a las “historias de las dos Españas”. Juliá defiende que dicha matriz tiene sus orígenes en el primer liberalismo español, el de las Cortes de Cádiz, momento fundacional no sólo de un nuevo régimen político, sino de una nueva tradición discursiva llamada a tener una importancia central en la política de la España contemporánea.
La tesis de Juliá resulta análoga a la que postula José Álvarez Junco (2001) en Mater Dolorosa a la hora de explicar los orígenes ideológicos del nacionalismo español. El “gran relato” de España y ese nacionalismo habrían surgido de la cantera política e intelectual de los liberales doceañistas, lo que nos permite ver en el lenguaje liberal de 1812 un referente discursivo que, antes o después, debido a su centralidad histórica, sería asumido por grupos y personalidades que muy poco tenían de liberales. Asimilación que no significará convertirse en liberal pese a hablar el lenguaje creado por los liberales. Las posibilidades antes retóricas que ideológicas del mismo harán posible, por ejemplo, un relato de la historia española promonárquico y ultracatólico y un nacionalismo de corte tradicionalista. De las tesis de Juliá y Junco, se desprende una idea precisa de la flexibilidad del lenguaje liberal y de cómo dicha flexibilidad le permitió erigirse en el gran protagonista de las tareas de reconstrucción en la etapa postabsolutista.
La matriz retórica creada por el liberalismo constituirá, a la postre, la piedra de toque de los relatos sobre el esplendor, caída y renacimiento de España. En la elaboración de estos, nos encontramos con intelectuales que entienden su tarea como parte de un activismo político y social de largo alcance (liberales y regionalistas) o que, más allá de su discurso y persuadidos de su condición de literatos, se muestran contrarios a involucrarse en la vida práctica (noventayochistas); intelectuales que empatizan con el pueblo y buscan la esencia de la revolución en el protagonismo popular (liberales y republicanos) o que se reconocen como distintos y superiores a la masa, a la cual desprecian o tratan de dirigir (noventayochistas y orteguianos); intelectuales franquistas que suprimen del pasado español la herencia liberal y republicana (excluyentes) o que apuestan por la integración de lo salvable de dicha herencia en la España católica y falangista (comprensivos).
Como puede verse, el gran acierto de Juliá estriba en ofrecernos un mapa de la intelectualidad española que no sólo esclarece la retórica utilizada por la misma, sino que da cuenta de sus diferentes usos sin perder nunca de vista el contexto donde cada uno de ellos se formaliza y la actitud que del mismo se desprende. De esta manera, el autor consigue mantenerse fiel a la singularidad histórica del discurso de cada grupo de intelectuales al tiempo que permite, partiendo siempre de esa singularidad, establecer comparaciones entre los diferentes usos y actitudes, comparaciones que cumplen el papel de ordenar en la mente del lector las diferentes metamorfosis del intelectual español. Un mapa donde los árboles en ningún momento ocultan el bosque, a pesar de que troncos, ramas y frutos estén perfectamente delineados; quizás sea esta capacidad para ser fiel a lo particular sin renunciar a una visión global lo más encomiable del libro aquí reseñado.
Los problemas que plantea son de diversa índole. En primer lugar, Juliá ha optado por escribir una historia exclusivamente nacional del intelectual español. La ausencia del contexto europeo se hace difícil de justificar en algunos capítulos, no así en otros. Por ejemplo, los capítulos dedicados al franquismo, que posiblemente constituyan la parte más lograda del libro, no precisan de una mirada europea pues las corrientes intelectuales que aspiraban a comandar la política cultural del régimen y el agrio debate entre excluyentes y comprensivos resultan inteligibles desde una perspectiva de historia interna al constituir un fenómeno típicamente español. Sin embargo, los capítulos dedicados a la generación del 98, a la del 14 y a la figura del intelectual comprometido exigirían una labor de contextualización dado el carácter no sólo español, sino también europeo de la crisis finisecular, tal y como ha demostrado Pedro Cerezo (2003); la dificultad de entender la crítica orteguiana de la “vieja política” canovista y su alternativa vitalista sin una referencia a la crisis del parlamentarismo en Europa y a la génesis de políticas de salvación nacional y la conmoción que produjo en la intelectualidad europea de entreguerras la Revolución rusa, motivo del surgimiento de la figura del intelectual comunista y, posteriormente, antifascista.
En segundo lugar, y volviendo al capítulo del 98, el valor que cobra la crisis de fin de siglo y la generación surgida de la misma para la definición del intelectual como sujeto autónomo y para la historia posterior del intelectual en España (que en buena parte cabe abordarla como una toma de posición respecto a la herencia noventayochista) no está suficientemente remarcado. Se echa en falta un desmenuzamiento más complejo del 98, un análisis más exhaustivo del punto de inflexión que representa (del intelectual político o político intelectual al literato), un esclarecimiento de su significado europeo (no de las actitudes europeístas, sino del reflejo de la crisis espiritual europea en la obra de los noventayochistas) y una presencia diferenciada de sus autores (el sentimiento antidemocrático presente en el grupo y su desprecio a las masas, ¿fue experimentado de una manera semejante por los Maeztu, Baroja, Azorín, etc? ¿Unamuno participó en pie de igualdad con aquellos de ese sentimiento y de ese desprecio?). En este capítulo, donde el plano general está bien enfocado, hay una falta llamativa de primeros planos con los que ocupar los lugares iluminados por el primero. Es el único momento del libro donde el lector puede detectar la animadversión del autor hacia unos intelectuales que rechazaron participar activamente en la política de su tiempo y hacia una manera concreta (individualismo aristocratizante) de entender su papel como hombres públicos que, según Juliá, les incapacitaba para realizar propuestas políticamente asumibles.
Por último, en el capítulo dedicado a los intelectuales liberales y católicos que vivieron los primeros pasos de la España postabsolutista, se echan en falta dos figuras señeras: la de Mariano José de Larra y la de Juan Donoso Cortés. El primero representa, desde un progresismo avanzado, las contradicciones de la revolución liberal y, por ello, su figura y su obra algo tienen que decirnos sobre el carácter mítico del relato liberal o, mejor dicho, sobre la hipocresía del mismo; en concreto, sobre el protagonismo que asignaba al pueblo en la lucha, conquista y disfrute de la libertad y la realidad de dicho aserto toda vez que lo confrontamos con el proceso de implantación del liberalismo en España. El segundo, con su distinción, heredera del agustinismo político, entre la “civilización católica” y la “civilización filosófica”, se presenta como uno de los primeros intelectuales españoles en formular el tema de las dos Españas, al que dota de un grado de intensidad emocional y radicalismo intelectual, propios de un converso, difícilmente igualados por sucesores tan ilustres como Menéndez Pelayo y Ortega y Gasset.
La última tesis esgrimida por Juliá postula que el proceso de clausura de las “historias de las dos Españas” se inició a mediados de los años cincuenta del siglo XX, momento en el cual, por parte de algunos intelectuales y universitarios, se tiende una mano a los vencidos en la guerra civil ya sin el ánimo comprensivo de integrarlos en la España franquista previa renuncia a sus errores pasados, sino con el espíritu democrático de reconocer íntegra y públicamente su personalidad intelectual e ideológica. El discurso de la reconciliación iniciado entonces rompería con el gran relato de España y hablaría el lenguaje de la democracia, que opone al vocabulario mítico del esplendor, la decadencia y la resurrección el vocabulario político de la Constitución, de las libertades y derechos individuales, de la división de poderes, etc.
La constatación de este hecho no la hace Juliá, a diferencia de Javier Varela (1999), desde una cierta suficiencia democrática que permitiría ver como cosa de alucinados siglo y medio de historia intelectual. Su historia del intelectual español no se resiente de una mirada retrospectiva anclada en el bienestar y normalidad democráticos y, por ello, entre arrogante y piadosa, aunque no es ajena a la normalización que estableció la democracia en el discurso público de los intelectuales. Normalización que, por muy imparcial, riguroso y objetivo que sea el trabajo de Juliá, y de hecho lo es, no deja de entrañar en quien la presenta como fin de todo un recorrido histórico un juicio de valor sobre nuestro pasado que cabría resumir así:
Antes de la democracia, España fue un país dominado por esquemas míticos y maniqueos; con la democracia, España abandonó la metafísica histórica y fue capaz de autocomprenderse política e históricamente según las pautas del resto de países occidentales. La modernidad intelectual sería, según esta perspectiva historiográfica, una cosecha tardía en la que despunta la tesis de la excepcionalidad española.
La pregunta que uno termina haciéndose es si la hegemonía del lenguaje democrático garantiza siempre y en todo caso el declive de los relatos míticos. ¿No existe una posibilidad evidente de utilización de la lógica de la mayoría para dar legitimidad a proyectos anclados en la oportuna invención del pasado? Si hablamos de la democracia como disolvente del mito, posiblemente debamos adjetivar la primera con el epíteto liberal. Sólo una democracia contextualizada en un Estado de derecho donde, por encima de la soberanía popular, el sufragio universal y la formación episódica de mayorías; impere la ley, el poder político se halle limitado por mecanismos específicos y los derechos individuales estén garantizados ofrece el marco adecuado para evitar que la lógica de la mayoría sea utilizada en el refrendo de proyectos políticos sin otro amparo histórico que un pasado mítico. Sirva esta matización para hacer explícito el modelo concreto de democracia al que Juliá se refiere sin nombrarlo y para poner de manifiesto el vínculo posible entre mito y democracia, entre la metafísica histórica y la legitimidad arrasadora del pueblo soberano.
La cuestión que deja abierta el libro, la del papel de los intelectuales en tiempos democráticos, posiblemente pueda ser respondida a partir de la matización anterior y en virtud del propio contexto español. Una de las vertientes de dicho papel, tal y como probaría el ejemplo de Fernando Savater, consistiría en desenmascarar todos aquellos proyectos que hablan el lenguaje de la democracia para dar legitimidad a la exclusión de aquellos que disienten de los mismos. La evidencia de este uso tribal del lenguaje democrático y de la posibilidad de mitificación que le es inherente quizás deberían haber sido subrayados por Juliá para evitar la impresión de que, con la llegada de la democracia a España, el tiempo de los relatos míticos quedó clausurado definitivamente.
Dicha clausura se hará esperar mientras en nuestro país no cale más profundamente la cultura política del Estado de derecho. Hasta que llegue dicho momento, una de las funciones clave del intelectual español consiste en enfrentarse al desafío discursivo de los nacionalismos etnicistas sin caer en la tentación de elaborar un discurso paralelo que reanude las “historias de las dos Españas”. En este punto, España, en la voz de los intelectuales españoles, sólo puede significar forma constitucional frente a esencia histórica, derechos individuales frente a derechos nacionales, sociedad de consenso frente a sociedad de mayoría, ley frente a voluntad, etc.
Lo que cabe reprochar a Juliá es el hecho de que presente el advenimiento de la democracia como un disolvente de los esquemas míticos y maniqueos, como una era de estabilidad política y paz civil. Sin que esto deje de ser cierto, quizás la tendencia por parte de algunos a rescatar aquellos esquemas en plena democracia y a servirse de ésta para dar consistencia a sus tesis rupturistas debería haber llevado a Juliá