1. Introducción
Tras el final de la Guerra Fría y la descomposición del sistema de bloques, las sociedades occidentales creyeron posible, una vez más, que la necesidad de la guerra como forma de resolución de conflictos había desaparecido. Uno de los factores que posiblemente más hayan influido en esa ilusión ha sido la irrupción de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Estas han hecho posible edificar una red global por la que circulan las infinitas relaciones sociales, políticas y económicas que conforman un sistema en el que sus miembros son profunda y peligrosamente interdependientes.
Sin embargo, el sistema es asimétrico, puesto que en esa relación de interdependencia unos miembros resultan ser más dependientes que otros. Con la evidencia de que el desplazamiento del centro de gravedad geopolítico hacia el espacio Asia-Pacífico a inicios del siglo xx era ya una realidad, se asumió desde entonces que en las relaciones entre grandes potencias crecerían las fricciones (Mearsheimer, 2001, pp. 385-386). Por tanto, frente al discurso liberal y multilateralista oficializado en las sociedades occidentales durante las dos últimas décadas, lo cierto es que el sistema internacional se mueve actualmente hacia un marco más realista, que sospechamos que nunca abandonó.
La guerra es el fenómeno político más doloroso al que se puede ver sometida una sociedad, pero del mismo modo es tan antigua como la humanidad (Macionis y Plummer, 2011, p. 478). Puede que, como transición hacia su, supuestamente, inevitable desaparición, se pensara que al menos sus manifestaciones tendían inexorablemente hacia formas asépticas, y no sangrientas, lo que, de alguna forma, debería hacerla más tolerable.
El pasado 24 de febrero de este 2022, el ejército de la Federación Rusa lanzó simultáneamente una ofensiva sobre Ucrania desde cuatro direcciones distintas; los muertos en ambos bandos ya se cuentan en miles y los refugiados y desplazados en millones. La guerra, que según la teoría de Clausewitz «es una continuación de la política por otros medios» (es decir, la violencia organizada), ha reaparecido con toda su crudeza en el espacio euroasiático, algo que para el ciudadano medio parecía impensable.
Desde una perspectiva polemológica o del estudio de la guerra, no pocos autores han subrayado que la guerra no había perdido un ápice de su valor como instrumento de poder y que, por tanto, su finalidad seguiría siendo la de la política a la que obedece (Quiñones, 2017, p. 11). Por otra parte, lo que ha sucedido es que los mismos factores de los que se esperaba que hiciesen la guerra innecesaria han abierto nuevos campos a la acción bélica. En estas condiciones, los dominios en los que se desenvolverá la guerra en un futuro próximo mani- festarán una clara ampliación desde los ámbitos tradicionales ―de naturaleza física, tierra, mar y aire― hacia otros no físicos que parecen adquirir incluso mayor importancia, como el hecho de la guerra híbrida tras la aparición de internet.
Uno de estos últimos ámbitos es el informativo, que contempla una amplia gama de capa- cidades con las que ampliar el poder militar más allá de los entornos físicos para, sin solución de continuidad con estos, pasar a explotar las posibilidades de los sistemas de información y conocimiento (Caballero, 2003, p. 256). Debido a la constante innovación tecnológica, actualmente, la tasa de posibilidades en el dominio informativo crece exponencialmente.
Sin embargo, debido a la imprecisión de muchos de estos contenidos y a su dificultad de conceptualización, en la literatura occidental de seguridad se ha aceptado englobarlos bajo el vago término de guerra híbrida (Quiñones, 2020). En el marco del constructo tan artificioso como mediáticamente efectivo que es la guerra híbrida, la desinformación emerge sin duda como uno de sus componentes esenciales. Sin embargo, como su empleo es expansivo a la vez que impreciso, incita a la audiencia no iniciada a confundirlo con la expresión fake news ‘noticias falsas’.