1. Imágenes, ética, sufrimiento: provocación inicial para una reflexión
¿A quién no conmoverán las descarnadas fotografías de los cadáveres de esos niños migrantes, arrojados por el mar sobre las playas de la opulenta Europa, en este supuestamente avanzado siglo nuestro, el XXI?, ¿A quién no sacudirán, por dentro, los tenebrosos vídeos que reflejan a los infantes famélicos del tercer o cuarto mundos?, ¿Quién no se horrorizará con la reproducción mediática de las ejecuciones masivas, las matanzas, la destrucción provocada por el fanatismo, el odio, la guerra o las catástrofes naturales, todavía en nuestro tiempo?. La globalización actual, con sus ambigüedades y contradicciones, también alcanza a desconcertarnos a través de imágenes, imágenes reproducidas tecnológicamente que parecen saltar por encima de cualquiera de nuestros protectores muros (A. Alonso editor: 2016).
Sin embargo, tampoco algunas de las horrendas imágenes del siglo pasado van ni mucho menos a la zaga de las ya citadas. Macabras son, sin duda, las ofrecidas por aquella horrenda multitud de cadáveres amontonados – los de los prisioneros asesinados en los campos de exterminio nazis-, que es transportada, como una carga vergonzante, hacia las anónimas fosas comunes. Y, no menos atroz, aquella otra de los rostros demacrados de los torturados, tras las alambradas del horror; o la de las pilas enormes de sus despojos, sus zapatos, sus pertenencias personales… O la de aquellos prisioneros obligados a disfrazar el horror con la demente escena de su propia interpretación musical, en una funesta orquesta de la muerte, a modo de sádica paradoja.1 Pero, sobre todo y ante todo, estremecedora y execrable imagen, llena de miedo e inocencia, la de esos niños; sí, la de los niños aterrorizados, que se ven arrancados de sus familiares, y marcados para su implacable y sistemática destrucción.
Pues bien, se ha dicho que todas estas imágenes no deberían siquiera existir, y que es preciso destruirlas, pues su sola realidad ya ofende la memoria de las víctimas que en ellas aparecen. Ni aún para recordar a los muertos ni para prevenir frente a estos horrores, se ha afirmado, resulta legítimo grabarlas, difundirlas por los medios o contemplarlas. Algo parecido –no idéntico- se afirma, hoy, del uso de determinadas imágenes particularmente cruentas en publicidad, propaganda, marketing o incluso en las campañas para paliar los accidentes, las epidemias, las masacres o catástrofes, en la lucha contra el terrorismo o en la denuncia de los crímenes más espeluznantes (Ferrer: 2001). Ello, a causa de que se juzga que en el sufrimiento de las personas y en su ser comunicado se conserva siempre algo de “sagrado”, de íntimo, de intocable.
Ahora bien, a partir de estas primeras evidencias, surge paso a paso toda una compleja serie de interrogantes; interrogantes tales como: ¿hasta qué punto es esto realmente así, y en qué medida puede ser contestado? ¿Caben o no formas de interpretar la existencia y el recurso a estas u otras imágenes que resulten fecundas moralmente, en un sentido profundo?
¿Se limita esta fecundidad al nivel personal, como parece se ha planteado hasta hoy, o puede desarrollarse en el ámbito comunitario u organizativo, de acuerdo con lo que aquí va a proponerse? ¿Cuáles son las claves, en fin, para una fructífera relación entre la imagen y los valores, desde la perspectiva de la reflexión y el compromiso éticos, tanto en el registro de la persona como en el del grupo o la colectividad?