En primer lugar, institucionalizado porque las instituciones claves de la sociedad moderna están programadas para conducir hacia la individualización, y obligan a los ciudadanos a desarrollar su propia biografía y su vida individual. La creciente desconfianza hacia las instituciones alimenta un creciente “narcisismo del yo” (Lasch, 1979). Esta autoreferencialidad mira con sospecha las relaciones y vínculos interpersonales que se viven ahora bajo la forma de lo que se ha denominado “relaciones puras”. Se trata de una modalidad de ligamen débil cuya continuidad en el tiempo depende exclusivamente de los beneficios que vaya reportando
a cada uno (Giddens, 1992). Para Giddens en la relación pura se trata siempre de un contrato revisable y renovable (rolling contract ), que deja amplio margen a la negociación a ambas partes que no desean llevar cargas que les puedan hipotecar. En segundo lugar es anárquico pues la debilidad del yo ha conducido a un adolescentrismo caracterizado por un analfabetismo afectivo donde prevalece una emotividad imprevisible (Melina, 2009). El primado de la emoción se alimenta de la mencionada torsión narcisista del afecto y se caracteriza por configurar una afectividad tecnodependiente, donde no es extraño que broten diferentes adicciones a la tecnología. “Surfear por la red” (Bauman, 2004: 52) se ha convertido en la imagen de un mundo múltiple, complejo y veloz, y por ello ambiguo, confuso, plástico, incierto, paradójico y caótico. La sociedad digital incrementa la cantidad y superficialidad de los contactos de un modo acelerado. Más que saber hacer lo importante es saber cómo moverse en el mundo.
El tercer rasgo del individualismo contemporáneo es su fisonomía exquisitamente hedonista. Conviene recordar que el deseo humano vive la polaridad placer-felicidad. El placer tiene un carácter figurativo. Por ello la fantasía juega un papel importante en su configuración simbólica. El hedonismo contemporáneo se alimenta de una tal sobresaturación de estímulos e imágenes que conduce a la paradoja de una inquietante apatía. La sociedad del bienestar genera no pocos malestares, con claras tendencias depresivas y tipos melancólicos. La gratificación inmediata como criterio educativo provoca lo que Bauman ha bautizado como “síndrome de precipitación” (Bauman, 2007: 21-26). Ello conlleva una dificultad para esperar y vivir los diferentes tiempos humanos sin la ansiedad y el stress que acechan a tantas personas.
La experiencia humana sufre, de este modo, una crisis espacio-temporal. Se puede sintetizar como una profunda escisión entre lo que podríamos denominar un
logos apático (racionalidad técnica) y un pathos alógico (emotividad tecnodependiente). Esta fragmentación dificulta la maduración de las personas. Las experiencias madurativas son más escasas y el ritmo del proceso de madurez se ha ralentizado. Conviene advertir que el consumo repetido de experiencias así como el mero transcurrir del tiempo no conducen por sí mismos a descubrir el significado de las experiencias humanas. En este sentido es muy necesario reconocer
que ninguna experiencia se inicia con una originalidad absoluta (Botturi, 2002). Al contrario, cada experiencia humana adquiere vida al interior de una tradición de relatos anteriores, que representan su condición estructural y su arranque concreto. El niño estructura su experiencia a partir del relato que de él hacen sus padres y luego las demás figuras adultas. Así la gran inventiva del niño se pone en marcha gracias al relato que la anticipa y se combina con el mismo. Lo que dice L. Pareyson acerca de la libertad humana, puede aplicarse también a la experiencia de cada uno, que nunca es ni pura repetición de las demás ni pura novedad, sino
que siempre es una «iniciativa iniciada» (Pareyson, 1995).