En la Despedida, la novela de Milan Kundera, uno de los personajes del libro alecciona a su amigo Klima, un famoso trompetista que acaba de visitarle por sorpresa. Quejándose amargamente de que la gente se despierte con la ayuda del despertador, concluye: “Créame, lo que decide el carácter de la gente son sus mañanas” (34). Destructor de los dioses, el libro de Larry W. Hurtado publicado por Ediciones Sígueme, parece seguir la línea iniciada por este personaje de la novela de Kundera. Si lo que decide el carácter de la gente son sus mañanas, entonces el estudio de la mañana debería aportarnos algunas certezas sobre el discurrir del resto del día. Claro que esto ocurre, sobre todo, en sentido negativo. Por seguir con el ejemplo de Kundera: el día que empieza con el sonido infernal del despertador es un día para el que no hay esperanza (eso es el infierno). Pero un día que empieza con los rayos del Sol bañando con suavidad nuestros párpados no ha de acabar necesariamente bien. Siempre puede ocurrir algo que trunque nuestro quehacer de forma inevitable, por más que el despertar haya sido plácido. Sin embargo, cuando el día empieza bien, hasta la más terrible de las noticias, como puede ser la muerte de un ser querido, nos conduce tras el shock inicial a la inocencia de la mañana, de manera que nos planteamos, no sin cierta melancolía, lo increíble que hubiera sido pensar que el día habría de torcerse de forma irremediable. ¿Quién nos lo iba a decir?
Claro que si al volver sobre la mañana la convertimos en el paraíso, el lugar de la inocencia, entonces nos vemos obligados respecto a ella; se vuelve intocable, casi sagrada. Por eso y por su simbolismo escribe el poeta Daniel Faria: “Guarda la mañana/ todo lo demás se puede descarriar”. La mañana no es solo el paraíso perdido, sino la realidad que tenemos que cuidar y de la que no saldremos sin premio. ¿Cuál es ese premio? Para Faria se encuentra en el motivo de la responsabilidad: “Porque tú eres el medio de la mañana/ el punto más alto de la luz/ en explosión”. Se entiende de esta forma la pertinencia del libro de Hurtado. La mañana, tanto literal como simbólica, es el lugar en el que la luz alcanza su máximo esplendor, el lugar de la luminosidad y, por tanto, tiene un valor en sí mismo, pero también tiene un valor expansivo, iluminador: en el caso de Destructor de los dioses, no solo el conocimiento histórico de los primeros cristianos, sino la imagen que puede mirar la Iglesia de hoy.
De esta forma, nuestra responsabilidad hacia el nacimiento de la Iglesia no ocupa solo el lugar de la memoria y del conocimiento, sino también de la ética, del carácter. Por eso dice Marc Bloch que “el cristianismo es una religión de historiadores” (1993), “porque le confiere al tiempo, concebido como lineal e irreversible, un significado soteriológico” que implica una teología de la historia (Puech, 35). La mañana de la Iglesia está más cerca del mañana de la Iglesia en este tiempo escatológico en el que vivimos, es decir, más cerca de la Segunda Venida de lo que estamos en el aquí y ahora en el que la Iglesia, al triunfar socialmente durante 1.500 años, se ha ido fundiendo con instituciones de reproducción social que, aunque no necesariamente anticristianas, tampoco forman parte de la comunidad espiritual de la que Cristo es el centro. Conviene aclarar esto: la relación espiritual con Cristo cambia la manera en que vemos las cosas del mundo, convirtiendo su sentido anterior (haciéndolo “inoperante”, “Katargeîn”, diría san Pablo), pero sin librarnos de la responsabilidad respecto a ellas. La familia es quizá el mejor ejemplo: la experiencia de Dios cambia la forma en que uno mira la vida familiar, teniendo ahora el modelo de la Sagrada Familia, pero sabiendo que esta institución no solo es anterior e independiente al cristianismo, sino que el mismo Evangelio establece en varias ocasiones un nuevo tipo de relación. La familia y la sangre pierden en el relato evangélico su importancia central en favor de la comunidad espiritual. Por eso Cristo pregunta quiénes son su madre y sus hermanos (Mateo 12, 46-50), al tiempo que avisa, tras hablar con el joven rico, de que “no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más” (Marcos 10, 29-30). Esto es, si bien la familia continúa siendo relevante, el centro se traslada desde el “oikos” hasta Cristo.
Así pues, Larry Hurtado nos lleva en su libro hasta el inicio de este peculiar árbol familiar, comunitario, que es la Iglesia, para mostrarnos con una prosa sencilla y un trabajo riguroso algunas de las características que convertían al cristianismo primitivo en una novedad escandalosa para la Roma clásica. Por eso, para ir mostrando la singularidad del movimiento fundado en torno al culto de Cristo, el libro comienza analizando el papel de los “cristianos y el cristianismo a los ojos de los no cristianos”. A esto dedica Hurtado el primer capítulo, en el que recorre las reacciones judías y la crítica pagana al cristianismo. Respecto al movimiento judío, el libro muestra una relación compleja: por un lado queda claro que san Pablo, antes de convertirse, habría sido coherente en su persecución contra la ofensa idólatra que representaba el cristianismo, pero, al tiempo, “los primeros creyentes judíos en Jesús eran vistos como parte de una trayectoria singular dentro de la tradición judía de época romana” (38).
La crítica pagana, por su parte, es especialmente interesante en tanto que muestra que el cristianismo era percibido como un elemento novedoso y diferente. De forma general a las críticas concretas de los distintos escritores que analiza Hurtado (Plinio, Galeno, Marco Aurelio, Luciano, Celso), subyace que la presencia de los cristianos era lo suficientemente relevante como para causar escándalo entre la alta sociedad romana, a la vez que suponía una amenaza para la supervivencia de las instituciones existentes. Plinio, que desató una fuerte persecución contra los cristianos en Bitinia Ponto (actual Turquía), afirmaba que la presencia de estos estaba repercutiendo negativamente en las instituciones y los cultos de las deidades romanas y en los intereses económicos ligados a ellas, debido, precisamente, a la negativa de los cristianos a adorar a otros dioses. Mientras que para los romanos la piedad “suponía la disposición a mostrar la debida reverencia a los dioses, a todos y cada uno de ellos”, los cristianos, con san Pablo a la cabeza, se negaban a participar del culto a unos dioses a los que consideraban ídolos. Esto, como muestra el propio Hurtado en el capítulo segundo, constituía una extravagancia propia de “un nuevo tipo de fe” que ha marcado y cambiado incluso lo que entendemos por religión (62-70). Al tiempo, si en sus inicios el cristianismo parecía un movimiento más dentro del mundo judío, la presencia en el culto de Cristo en las mismas condiciones que Dios Padre suponía una mutación inaceptable para los judíos.
Para el autor del libro es fundamental entender que “en el contexto de la antigua Roma, la pertenencia a un pueblo o a una nación determinados y la naturaleza de las responsabilidades religiosas estaban tan fundidas, que resultaría anacrónico intentar separar lo que los modernos llamamos “religión” de lo que denominamos “etnia” o cultura”” (117). Por eso dedica el capítulo tercero del libro a analizar esa “identidad diferente” de los cristianos. En palabras del mismo Hurtado, “la identidad religiosa del cristianismo primitivo era singular porque en el caso de sus devotos sustituía a todas las demás. Se trataba de una identidad religiosa exclusiva, definida completamente por la relación que mantenían con el Dios uno, y no dependía ni estaba relacionada con su etnia. De hecho, creo que dicha identidad es tal vez el primer intento de articular lo que los modernos reconocerían como una identidad “religiosa” comunitaria que se distinguía de las relaciones con la familia, la ciudad o la etnia y no era su corolario” (152). De esta forma, la identidad religiosa de los primeros cristianos implicaba que el compromiso no se centraba solo en las creencias, sino que iba acompañado de unas prácticas concretas, lo cual acarreaba dificultades sociales para los conversos (especialmente en la familia).
Una de esas prácticas que definen la vida de los primeros cristianos es el papel de la escritura, la lectura y la difusión de textos. Por este motivo, en el capítulo cuarto habla Hurtado de “una religión libresca”. Aunque en 1 Tim 4, 13 podamos encontrar una exhortación explícita a la lectura, podemos suponer que muchos de los primeros cristianos eran analfabetos. Para resolver esto se fue generando un hábito de lectura en voz alta que acabó gestando un género literario nuevo, el del “leccionario”. Aquí vuelve a presentarse la matriz judía del cristianismo (159), si bien los cristianos fueron añadiendo lecturas a los textos del Antiguo Testamento, incluidos textos de producción propia. De hecho, para Hurtado “la variedad, el vigor y el volumen de la producción literaria cristiana no tienen parangón” (174), siendo algunos de estos textos (como las cartas de san Pablo, los evangelios o el Apocalipsis), auténticas innovaciones literarias destinadas a ser copiadas y difundidas, a pesar del coste que debía suponer, entre las distintas comunidades cristianas. “Ciertamente, los cristianos pensaban que estaban conectados con otros cristianos en otras regiones y consideraban crucial compartir textos entre sí como algo constitutivo de su fe” (192).
En definitiva, lo que parece mostrar Destructor de los dioses es que el cristianismo primitivo era “una nueva forma de vida” (capítulo quinto) que se oponía a algunas prácticas muy comunes en la época romana (como el abandono infantil o las luchas de gladiadores). Esto, no obstante, generaba una tensión entre los propios cristianos, que se veían obligados a ser consecuentes con su fe sin llegar a ser motivo de escándalo para los paganos. A pesar de que algunos filósofos paganos expresaban posturas similares a las cristianas repesco a asuntos como el abandono infantil, la principal diferencia es que la actuación cristiana no estaba motivada por la vergüenza social, sino que expresaba una responsabilidad mutua y hacia el Dios verdadero que estaba destinada a generar un “ethos” colectivo, en un entorno, además, formado no solo por varones libres, sino también por esclavos y mujeres que se veían interpelados directamente.
En Inconsolable, la obra de teatro de Javier Gomá, el autor se lamenta de que la pérdida del padre haya acabado provocando la pérdida de su infancia. Hurtado, en su libro, aboga por volver sobre la infancia y la mañana del cristianismo, quizá para que, en sentido inverso a la obra de Gomá, el olvido de aquella no conduzca al olvido del Padre. Al señalar las particularidades del cristianismo primitivo respecto a su época, el autor muestra hasta qué punto nuestra comprensión del mundo está marcada por la aparición de aquel fenómeno, pero el interés del libro no se limita al ámbito académico, en el que es más que destacable, sino que también contribuye a la creación de un “ethos” que mire a la mañana de la Iglesia para que la vida en el mundo secularizado no acabe por alejar a los cristianos del Padre.
Reseña
Destructor de los dioses: el cristianismo en el mundo antiguo
LARRY W. HURTADO
Ediciones Sígueme. Salamanca, 2017. 288 pp.
14 de septiembre de 2017
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