1. Introducción
Sabemos que tradicionalmente los médicos han ocultado la verdad a sus pacientes (Sánchez, 1998), una postura basada en la antigua idea de que son aquellos quiénes deben tomar las decisiones por estos últimos, sin discutirlas siquiera y debiendo acatarlas como si de mandatos se tratase. Sin embargo, hoy en día ha surgido la necesidad de que el enfermo tenga una información veraz sobre su proceso, dado que tiene que prestar Consentimiento Informado para las pruebas e intervenciones que se le realicen y participar activamente en el tratamiento, colaborando así en la lucha contra la enfermedad.
Ciertamente, los pacientes intervienen cada vez más en la toma de decisiones (Kassirer, 1994), una postura que se sustenta en las novedosas aportaciones de la Psicología Médica (Alonso, 1989; Ridruejo et al, 1997; Ortega, 1993), la Psicología de la Salud (Rodríguez, 2001; Marks, 2008; Morrison, 2008; Morales, 1999) y la Psicooncología (García Camba, 1999; Die, 2003). Estas disciplinas entienden la enfermedad no solo como un acontecer biológico, sino como un proceso en el que hay que incluir a la persona que la padece quién con sus hábitos, comportamientos, prejuicios, costumbres y creencias facilita o dificulta la curación. En este cambio hay que considerar, además, el desplazamiento del médico del lugar de autoridad, un fenómeno que se sustenta en el cambio desde el modelo “paternalista” tradicional, al “contractual” moderno (Gómez, 2006) y que produce como resultado que las decisiones sean compartidas.
Ello ha supuesto un gran avance dentro de la atención en salud y lógicamente ha origina-do el desarrollo de una serie de competencias comunicativas. Aunque se trata de un asunto que puede estudiarse desde el punto de vista del médico, centrado en las malas noticias y en cómo darlas (Gómez, 2006), hemos optado por dedicarnos a la parte del enfermo, as-pecto menos conocido pero de enorme importancia dado que su conocimiento derivará en actuaciones médicas más comprensivas y eficaces. En esta línea, vamos a tener en cuenta los procesos comunicativos y psicológicos del enfermo cuando sufre el impacto del diagnóstico, sobre todo si este informa de una patología que compromete seriamente su salud, y qué aspectos personales se movilizan.
Un diagnóstico consiste en un enunciado emitido por un profesional de la medicina autorizado, que posee las siguientes características: a) el referente es una alteración existente en el organismo, b) se sustenta en una serie de pruebas cuya validez se halla demostrada y c) cuando es conocido por el paciente, se desencadenan en él una serie de reacciones emocionales debido a las implicaciones que puede tener en su vida (García Arroyo, 2011). La finalidad última del diagnóstico consiste en que el enfermo adquiera un saber acerca del daño existente en su cuerpo (“fase de conocimiento o cognitiva”) para que, en segun-da instancia, se movilice buscando los remedios oportunos presentados por el facultativo (“fase de acción o de praxis”) (García Arroyo, 2011). Si sigue este camino, va a conseguir la desaparición de la afección y la vuelta al estado de salud o, por lo menos, la mejoría clínica debida a la detención de su avance.