Que un sociólogo como Manuel Castells (Albacete, 1942) publique un informe comprensivo sobre las revueltas y movimientos ciudadanos más significativos acaecidos entre 2008 y 2012 es estímulo suficiente para acercarse al libro. No es lo único que invita a leerlo. Hay un detalle superficial que puede reclamar más de lo esperado: su título. Atrincherados en el consabido “espíritu crítico”, los libros de ensayo adoptan, por defecto, un tono negativo que puede agotar al lector que, desamparado ante diagnósticos oscuros o alarmantes, sienta el peso de la condena sin salida sobre su propia situación y la del mundo. Por una vez, es gratificante leer la palabra “esperanza” en el título de un ensayo que explora, justamente, las posibilidades de cambio que auguran los nuevos movimientos sociales.
Lo polémico de este punto de partida también puede atraer lectores, pues para muchos no es claro que estos movimientos puedan generar auténtico cambio. Como dice Byung-Chul Han en En el enjambre (2014), en las sociedades red de hoy la capacidad para pasar del tecleo a la acción es efímera, vaporosa y poco meditada: le falta un relato. No obstante, la democracia —el contexto natural de las sociedades red— sí es un sistema que permite, dentro de ella, que suceda el imprevisto, lo imposible. Conviene, por ello, atender la perspectiva de aquellos autores que puedan aportar luz sobre esta posibilidad. Que sus análisis sean más o menos precisos es otra historia, que esta reseña no pretende abordar más allá del juicio reflexivo (no especialista) que inspira estas líneas.
En la obertura del libro, Castells presenta el marco teórico para analizar los nuevos movimientos sociales —un enfoque que desarrolló en Comunicación y poder (2009)— y subraya que se trata de una teoría empíricamente fundada. Haría falta más espacio para discutir este marco, pero lo que sí sobresale es que tanto la sociología como la antropología de fondo del libro proceden de un marxismo refinado y sutil. También los marxistas creían estar haciendo auténtica ciencia empírica en sus explicaciones de la Historia, pero hoy sabemos que, más bien, era un recurso para dar más credibilidad a un (meta)relato mesiánico. En todo caso, la idea de Castells de que la sociedad es una lucha de poderes para configurar los significados simbólicos en la mente de las personas se antoja posible de apoyar en datos pero dificilísimo de probar de modo irrebatible. Por lo demás, como vio Hannah Arendt, la idea de que lo social o lo político es un escenario de dominio del hombre por el hombre es moneda corriente en los que han pensado la política en la modernidad. Da igual su tendencia política porque se trata de una concepción dialéctica, de la cual tampoco escapa Castells cuando, por ejemplo, insiste en la codificación de poderes y contrapoderes como actores fundamentales de lo social.
El otro detalle significativo de la obertura es el método elegido para analizar los nuevos movimientos sociales, basado en lo que los sociólogos llaman observación participante, pero del cual Castells parece querer huir cuando afirma que pretende ser analítico y distanciado (p. 34). Lo cual es un contrasentido, primero porque la observación participante es perfectamente legítima, segundo porque el lector con memoria —o un buscador a mano— recordará la implicación del sociólogo en varias de las concentraciones en España y, tercero y fundamental, porque a poco que se conozcan el discurso y las consignas de los indignados u occupy, se advierte inmediatamente que el relato del libro se ciñe a la versión mediática de los propios movimientos y a sus reivindicaciones, que Castells no cuestiona ni contextualiza.
El primer capítulo propiamente dicho arranca con los casos de Túnez (2010) e Islandia (2008). Sigue, por tanto, el guión que ya hemos visto en el documental Inside Job (Charles Ferguson, 2010) o en la cobertura periodística de las primaveras árabes. Aún es pronto para hacerse cargo de lo que realmente ocurrió allí. Pero, aunque diéramos por cierto el relato del libro, dos pasajes dudosos dan que pensar. En el primero (p. 42), Castells escribe que los protagonistas de la revolución en Túnez fueron jóvenes universitarios sin trabajo y apoya esta afirmación en que, en 2010, la tasa de paro juvenil en Túnez era del 21,1%. Admitiendo que ese segmento poblacional constituyera el grueso de protestadores, ¿es acaso tan obvio que esa tasa de paro pueda dar lugar a una revolución? En el segundo (pp. 55-56), enumera los puntos de la nueva constitución que se redactó en Islandia tras las protestas y concluye que se trata de principios “revolucionarios” en el contexto del capitalismo global. Ahora bien, ¿realmente va en contra del capitalismo la igualdad política y de oportunidades, el libro acceso a la información, el sistema de listas abiertas, la limitación de mandatos, el derecho de referéndum, el interés público en la gestión de recursos y el respeto a la naturaleza? Más bien parece que —salvo la gestión pública de recursos naturales— dichos principios conforman lo que los liberales clásicos llaman “reglas de juego” y “marcos institucionales” claros. En todo caso, lo que los islandeses expulsaron es el capitalismo de amiguetes. Que los conservadores estén nuevamente en el poder acaso podría demostrar que Islandia no quería deponer el capitalismo sino mejorarlo.
En el segundo acto, el libro analizará el impacto de estos acontecimientos en el mundo árabe y en el tercero presentará los movimientos de indignados y ocuppy. En todos los casos, el análisis puramente sociológico es leve y —contra las intenciones de su autor— se aproxima a una crónica de sucesos contados desde dentro, desde una cierta complicidad complaciente. Además, que el libro apenas ofrezca hipótesis de fondo más densas para entender estos hechos alimenta una duda difícil de despejar, a saber, ¿puede ser que la perspectiva sociológica sea demasiado chata para entender los (o estos) movimientos sociales?
Un ejemplo. Castells reitera que dichos movimientos están formados por gente joven, con estudios y sin empleo; con un manejo hábil y creativo de herramientas digitales; y no movidos por ideales religiosos, sino indignados por la corrupción, la falta de democracia y de oportunidades y el abuso de poder. La prueba, según él, de esto último es que los cambios de régimen que ha habido en algunos países han sido a favor de partidos políticos islámicos… “moderados”.
Ahora bien, ¿existe realmente ese islamismo “moderado”? En el uso de este lugar común, posiblemente, sobreviva algo del pensamiento binario o simplificador con que pensamos los occidentales cuando intentamos comprender realidades complejas. Así, habría un Islam “malo” (fanático, impone la sharia, persigue, regula comportamientos, coarta oportunidades) y un Islam “bueno” (compatible con la democracia, da voz a la libertad, mantiene una separación entre Estado y religión). ¿Es esto real? El Islam como religión es compatible con cualquier régimen político. Pero el Islam es mucho más que una religión: es un sistema social y una forma de vida política. Castells no lo aborda, pero quien sepa leer entre líneas puede entender que lo que tienen (tenían) en común los jefes de los países árabes es su connivencia (más o menos pacífica y conocida) con Occidente y la aceptación del Estado como forma política. O sea, justo lo que los islamistas —extremos o moderados— rechazan. A este respecto, es significativo el modo acrítico con que Castells cuenta (pp. 74-75) la participación de Al-Jazira en las primaveras árabes, que difundió vídeos y noticias incluso cuando los gobiernos intentaron “cortar” internet. Pero tenía mucho sentido que lo hiciera. Al-Jazira estaba ahí como actor político, apoyando a los manifestantes no tanto por sus ideales sino porque, en cierta forma, estaban yendo en contra de dirigentes estatistas y, por eso, “amigos” de Occidente. Esta línea de análisis está inspirada en Florentino Portero, que técnicamente es experto en relaciones internacionales y estrategia militar, pero que, cuando escribe, lo hace con perspectiva de historiador. ¿Sería la Historia una mejor maestra para entender los (y estos) movimientos sociales?
Con todo, lo más interesante del capítulo árabe está al final, cuando Castells cita a algunos académicos que llevan años estudiando la relación entre nuevas tecnologías y sociedad (pp. 108-111) para concluir que: 1. a más TIC, más democratización, participación y autonomía; 2. esto sucede, entre otras razones, porque las cosas se debaten antes de las manifestaciones; 3. los llamamientos a los levantamientos árabes se hacen desde redes previas (digitales y presenciales); y 4. la presencia del movimiento en internet tuvo como efecto la creatividad artística política.
En este libro Castells no atiende al debate sobre si las TIC ayudan a generar una mejor sociabilidad —y, por tanto, sirven para organizar mejor los nuevos movimientos—. Como es sabido, en ocasiones la cultura popular transforma esta pregunta en denuncia de nuestro modo de vida a través de películas, novelas y programas de televisión. Ahora bien, al igual que Facebook, por ejemplo, más que expandir la sociabilidad o crear amistades nuevas, sobre todo refuerza las ya existentes, quizá el papel positivo de las redes de comunicación digital tenga que ver con reforzar sobre todo a aquellos que ya están predispuestos a la protesta. Esto no es algo que se desprenda de la lectura de Castells, aunque quien lea atentamente algunas de sus descripciones puede imaginar que, de alguna manera, “manda” más quien participa más y que quien más participa es un tipo concreto de persona (preocupado por el estado del mundo, auto-crítico con nuestros peores vicios sociales, atento a las injusticias, desfalcos, nombramientos sospechosos y, en general, con el ojo siempre puesto en todo aquello que huela a o tenga apariencia de hipocresía). Incluso aunque en los nuevos movimientos sociales se recele del liderazgo formal, se deje la puerta abierta a quien quiera hablar y se arrincone al que busca congregar en torno a sí al resto, la experiencia indica que este personaje es imprescindible en prácticamente cualquier protesta.
Además, incluso aunque fuera cierta la conclusión de Castells sobre la red como protagonista de lo social hoy en día, no deja de ser inquietante lo poco unidas que están las redes actuales o la facilidad con la que se hacen y deshacen. ¿De veras que no hace falta algún punto de unión más permanente (como el que, por ejemplo, puede ofrecer un líder)? Es este un tema que conviene abordar matizadamente, al estilo de Ortega y Gasset cuando, por un lado, habla de que las reformas las hacen los grupos y, al mismo tiempo, recuerda que la “rebelión” de las masas sólo se dará cuando un dirigente o grupo de dirigentes sean capaces de influir vitalmente en su sociedad a la altura de los tiempos. Es decir, en la perspectiva orteguiana que aquí se propone, quien quiera liderar debe ser capaz de acoger los proyectos vitales de los demás, no sólo el suyo propio. Ahora bien, ¿hay en los indignados, ocupantes o primaveras algo más que preocupación por sí mismos? Es difícil saberlo. Internet puede facilitar una autonomía radical no sólo del poder establecido, sino… del otro, del prójimo. Y quizá esto reclama un tipo de indignado diferente, que no sólo domine la comunicación digital sino que sea capaz de colaborar para que los demás también puedan aprovechar los medios que internet ofrece para socializar.
Aún falta tiempo, trabajo de campo e investigación interdisciplinar para determinar el significado de los últimos movimientos sociales, pero como primera aproximación al tema el libro es aceptable. Y, en ocasiones, inspirador. Esto es patente en la defensa velada del sueño americano que contienen las referencias a la democracia directa como ideal político en el capítulo sobre Occupy. Y también en la idea más sugestiva del libro, que aparece al final del capítulo sobre España (pp. 146-147). Castells recuerda allí el debate entre los indignados sobre la necesidad de pasar o no a la acción, de producir o no resultados. Un debate que alcanza al presente, pues ¿qué consiguieron los indignados? Pero “la transformación real se estaba produciendo en las mentes”, en un rechazo de la “visión productivista de la acción social”. Lo cual supone un modo novedoso de hacer y pensar lo político que acepta la lentitud del proceso, se sitúa en perspectiva largoplacista y confirma que los debates ineficaces e improductivos tienen sentido en tanto necesitamos una política capaz de aprender de la experiencia y no de aplicar recetas tecnocráticas o programas de partido.
¿Será esta la lección de los indignados? No parece, pues sus propuestas eran y son de una izquierda pro-bienestar… pese a que, para muchos, la experiencia ha mostrado la inviabilidad de muchas partes del Estado de Bienestar en un mundo reticular de intercambios globales. Además, pareciera que, con este planteamiento parsimonioso, se podrían llegar a “verdades finales”, cuando —también lo sabemos por experiencia— el conflicto en política es irreductible… Lo que sí hay en esta reedición de la discusión medios-fines es, quizá, la reafirmación definitiva del ethos democrático que, según John Dewey, pasa por asegurar no sólo que los fines en democracia sean inspiradores o buenos, sino que también lo sean los medios para conseguir esos resultados. ¿Será la atención a los medios una forma de “bajar” la utopía al alcance de los hombres? El tiempo lo dirá.
[Mientras se maquetaba esta revista, apareció una segunda edición del libro, que añade un nuevo prólogo y un breve epílogo en el capítulo sobre los levantamientos árabes al hilo del desastre sirio, así como reajustes puntuales (Islandia), pasajes matizados (los protagonistas de las ocupaciones en Italia), eliminación de anexos y actualizaciones bibliográficas en los capítulos sobre Egipto, España y el cambio en la sociedad red. La idea de Castells es ampliar y profundizar las observaciones contenidas en el libro para así estudiar, en tiempo real, “las prácticas que están conformando las sociedades del siglo XXI en el mundo”. Eso explica la inclusión de un capítulo totalmente nuevo sobre los últimos movimientos sociales en Turquía, Brasil, Chile y México, escrito en la misma línea “informativa” del resto del libro. No obstante, quizá la novedad más significativa sea el extenso capítulo dedicado a la evolución de los movimientos sociales en red y al incierto pero real cambio político (que “no tiene por qué ser el que nos gustaría, y mucho menos el previsto por los propios movimientos sociales”), con referencias al caso autóctono de Podemos, y cuyo análisis pormenorizado obligaría a matizar algunas de las afirmaciones de esta reseña].