“El siglo XX ha sido, sin la menor duda, la gran era de la comunicación tras un siglo XIX de experimentación y progreso técnico. […] No obstante, […] una de las manifestaciones comunicativas, estéticas, narrativas y culturales más importantes ha sido sistemáticamente ignorada por la academia: los videojuegos” (8).
Con estas palabras nos introduce Antonio J. Planells en su propuesta: un sistema teórico-práctico para el análisis de los videojuegos, entendidos “ante todo, como objetos ficcionales y culturales” (10) de gran impacto y relevancia social en la actividad económica, en otras manifestaciones culturales (como el cine), en la vida de los niños (en años decisivos en los que forjan su personalidad) y, cada vez más, en la vida de los adultos, atraídos por juegos que facilitan el aprendizaje cultural o de idiomas, mejoran la salud física, potencian las capacidades memorísticas e intelectuales, etc.
Podríamos entender las palabras de Planells como su defensa frente un mundo académico que no comprende su trabajo. Quizá resulte más provechoso interpretarlas como una invitación al mundo universitario a mantenerse en la vanguardia de los grandes temas, problemas y retos de nuestro tiempo. A esa tarea parece haberse consagrado Planells, premio extraordinario de doctorado en la Universidad Carlos III de Madrid por una tesis cuyo contenido se corresponde en lo esencial con lo publicado en libro que ahora reseñamos.
Si los videojuegos son ya realidades de gran impacto en nuestra vida personal y social, no podemos dejar ese asunto solo en manos del mercado, de los técnicos, de los usuarios –muchos de ellos menores de edad– o de las leyes. Junto con todos esos agentes implicados, los académicos y, especialmente, los teóricos, hemos de arrojar luz sobre una realidad que influye notablemente en nuestro mundo y que no parece ser una moda pasajera.
Planells reconoce que la “situación epistemológica” de la teoría de los videojuegos “se encuentra, actualmente, en una posición de privilegiada emergencia” (9). Acierta en su análisis y también en lo que consideramos lo más relevante de su propuesta: la incorporación del concepto de mundo posible como categoría fundamental para la comprensión del videojuego como objeto de estudio y, por lo tanto, como concepto clave también para el diseño de videojuegos y para estudiar la relación entre ese objeto cultural, ficcional y lúdico en su relación con el conjunto de la vida social (aspecto, este último, apenas abordado en el libro).
El libro se estructura en tres partes. En la primera, Planells recorre el itinerario histórico y conceptual que va desde la noción de “mundo posible” a la de “mundo ficcional”, sin evitar los debates y problemas que todavía hoy implica ese ejercicio y proponiendo una solución operativa para los propósitos del libro, aunque insuficiente y provisional, como bien reconoce el autor (34).
Planells se enfrenta también en esa primera parte a los problemas de la Narratología, en especial al concepto de mímesis, crucial para articular adecuadamente las relaciones entre la realidad objetiva o mundo real con los diversos “mundos posibles ficcionales”, y viceversa. Aunque tampoco logra resolver aquí las aporías que ya sufrió Vladimír Dolezel, se sirve de las características definidas por este para acotar lo que va a entender como “mundo ficcional”. La solución vuelve a ser operativa, pues lo que en última instancia interesa a Planells (como a Dolezel), no es tanto la relación ontológica entre el mundo ficcional y el mundo real como la “semántica ficcional” del mundo posible, la que hace que éste tenga sentido en sí mismo y para nosotros (seamos lectores, jugadores o estudiosos de la narración y los videojuegos).
Los problemas que sí resuelve Planells en esta primera parte le permiten ofrecer un utillaje teórico muy notable para abordar el estudio y el análisis de los videojuegos y, por eso mismo, sienta los fundamentos para desarrollar un discurso teórico-práctico que a nuestro juicio puede resultar muy fecundo para la disciplina.
Los problemas que no logra resolver no son, sin embargo, menores, pues son los que nos permitirían responder a cuestiones como: ¿Es la ficción una mentira o un “fingimiento” –expresión que usa Planells– que nos evade de la realidad o puede ser una forma eminente de expresar, comprender o aprender algunas verdades importantes para el ser humano? O, como en otros lugares he formulado de forma más provocadora: ¿En qué sentido El señor de los anillos es más verdadero que el periódico de esta mañana? Aplicado al campo que nos ocupa, podría formularla así: ¿Nos ofrecen Los Sims una oportunidad interesante para comprender y ensayar mejor la vida social?
Para responder a estas cuestiones habría que acudir a otras tradiciones intelectuales, a una Estética y una Poética (filosóficas) ensayadas con gran acierto por otros autores. Mencionaremos dos: Alfonso López Quintás (Estética de la creatividad, 1998), quien además propone en esa misma obra una definición de juego muy fecunda para este nuevo campo de estudio; y Juan José García-Noblejas (Poética del texto Audiovisual, 1982) quien aplica el concepto de mundos posibles al análisis cinematográfico y a los medios de comunicación con poca sistematicidad, pero con gran hondura (Comunicación y mundos posibles, 1996).
La segunda parte del libro aborda, en primera instancia, el debate entre ludólogos y narratólogos, las dos tradiciones intelectuales que, en cierto modo, han tratado de reivindicar la preeminencia de sus planteamientos como los más adecuados para el análisis de los videojuegos. Después de repasar algunas soluciones intermedias, Planells encuentra en el concepto de “mundo posible” la matriz en la que integrar con acierto ambas perspectivas, lo que dará lugar a la noción de “mundo ludoficcional”.
El grueso de esta segunda parte, que entendemos como el corazón de la propuesta original de Planells, está consagrada a explicar la noción de “mundo ludoficcional”. Todo el trabajo de la primera parte del libro prepara al autor (y al lector) para avanzar ahora con precisión y paso firme.
El modelo de los mundos ludoficcionales ha de abordarse como un “espacio de juego activo”, lo que presupone “un modelo constituido por un diseño previo (game design), con una experiencia lúdica prescrita (gameplay) pero que, a la vez, puede verse ampliada por las actividades no previstas de los jugadores (play)” (11-12). Estas distinciones permiten a Planells hablar de tres dimensiones distintas para el análisis, aunque las tres están íntimamente relacionadas.
La dimensión macroestructural estática “supone entender el mundo ludoficcional como un sistema formal de engarce de mundos posibles”. Esta perspectiva “aborda el elemento de predestinación del juego como un mundo cerrado en el que el jugador dispone de distintos caminos para recorrer según las acciones posibles y/o necesarias que se admitan en cada momento” (12).
La dimensión microestructural dinámica “analiza cómo se produce el tránsito y la modificación de la identidad intermundos de los personajes a lo largo del juego” (12). Es decir: aborda la cuestión de lo que el personaje (jugador) puede o no hacer, cómo puede o no relacionarse con los elementos y personajes (no jugadores) del mundo ludoficcional y así avanzar o no en el juego, obteniendo además un feedback o balance de juego sobre el desempeño del jugador.
Por último, la dimensión metaléptica estudia la “conexión entre un mundo ficcional y un usuario externo que está dotado de ciertos mecanismos para intervenir en él” (12), lo que en lenguaje común llamamos la “interacción” entre el jugador y el juego, mediado por la interfaz física (un monitor, un teclado, etc.) y simbólica o semántica (que nos permite captar el sentido de lo que ocurre en el juego).
La tercera parte del libro, “Los mundos ludoficcionales en los géneros del videojuego”, recoge hasta ocho “análisis de casos”. Aunque todo el libro está cuajado de ejemplos concretos, esta parte es en cierto modo preceptiva para testar la fortaleza y la fecundidad del modelo propuesto. Intuimos que el número de casos y la diversidad de géneros escogidos responden a la inquietud de mostrar la validez universal del modelo conforme a la teoría de géneros del videojuego, tarea que logra con solvencia, permitiéndose ahora un lenguaje igualmente riguroso pero más esponjado, descriptivo, experiencial.
Sin embargo, echamos en falta una introducción general a este capítulo que justifique la elección del conjunto de los títulos analizados. Todos resultan ser paradigmáticos desde el punto de vista de la historia de los videojuegos, los géneros y su éxito comercial, pero nos preguntamos si el propósito del libro no exigía atender a algunos otros criterios. La selección de títulos deja poco margen a algo que quedó esbozado en la introducción como importante: la dimensión social y cultural del videojuego entendido este como un “objeto” relevante para la vida personal y social.
Las dificultades no resueltas en la primera parte del libro que pasan inadvertidas en la segunda se tornan ahora muy relevantes. En esta tercera parte, en la que aspectos como el argumento, los temas y los ambientes se encarnan en mundos, personajes, acciones y motivaciones concretas, surgen con especial firmeza las cuestiones que entonces dejamos aparcadas.
Respecto del game design o el diseño de la macro-estructura ludoficcional, e incluso respecto del gameplay o la experiencia ludoficcional (con reglas del juego muy precisas) que se le propone al usuario, además de lo que en ese mundo ludoficcional será fácticamente posible, imposible o necesario para el desarrollo del personaje en el juego: ¿No habrá unas costumbres o reglas de la vida social o Política? ¿No hay siempre una Ética o propuesta sobre el sentido de la vida, sobre lo bueno y lo malo? ¿No habrá una Estética no ya entendida como decorado de fondo, sino como expresión del modo de ser del mundo que habitamos? ¿No habrá una Retórica que seduzca al personaje hacia lo más noble o hacia lo más vil? ¿Es descabellado pensar que exista una Teología (uno o varios dioses, muy presentes o clamorosamente ausentes)?
Estas preguntas resultan pertinentes gracias a la noción de “mundo posible” como matriz para una comprensión integral del videojuego; y son preguntas clave para hacer del videojuego un mundo habitable, auténticamente humano.
Respecto de la dimensión metaléptica, que supone la “inmersión” del jugador en un mundo nuevo y, también, la “intrusión” del juego en el mundo real, además de cuestiones técnicas bien abordadas en el libro (como el modo en el que el uso del ratón por parte del jugador emula la tensión que hace el personaje antes de disparar un arco en el juego The Elder Scrolls V: Skyrim), ¿no queda pendiente de análisis el impacto del videojuego en la persona del jugador o el impacto que la acción del jugador en el videojuego tiene en su vida real?
El caso de este videojuego nos parece especialmente significativo, puesto que existe otro juego de características muy similares –y de similar repercusión y fama– de los mismos desarrolladores (Bethesda Game Studios): Fallout III. De ambos se puede hacer un análisis muy similar si nos limitamos al plano en el que se mueve Planells, pero este segundo videojuego, cuyo planteamiento ético y hasta teológico es explícitamente presente y mucho más rico, nos exige una exploración para la que este libro no nos deja bien preparados.
En definitiva: creemos que esta obra es una aportación importante para el estudio académico de los videojuegos y que está planteada con rigor y capacidad, lo que ayuda a dotar a la literatura española sobre el tema del nivel académico necesario. Precisamente por eso, creemos importante explorar la noción de “mundo posible” hasta sus últimas consecuencias, con las aportaciones que algunas disciplinas vinculadas a la comunicación y presentes en la creación de videojuegos nos ayuden a responder a la pregunta más importante que tenemos entre manos: ¿Pueden ser los videojuegos “objetos culturales” en el sentido más noble de esa expresión?